Mi cuñada decidió hacerle a mi hermano un regalo original para su cumpleaños: Un viaje en globo, en el que al parecer él siempre había estado interesado. Me imagino que su deseo de ascender al espacio proyectaría una imagen de hombre arrojado y ávido de aventuras entre sus amigos y compañeros de trabajo, que no dejarían de mirarle con cierta envidia y aun con recelo por tener aficiones tan poco comunes.
Mi hermano pensaba que en eso de subir en globo lo que más costaba era decidirse, pero tendría que dar muchos pasos antes de que el piloto aerostático eligiera el momento idóneo para ascender. Aprendió que un globo se desplaza en la dirección del viento y soportó con paciencia sesiones de teoría y de prevención. Supo que había que evitar espacios aéreos prohibidos y alejar el despegue para no entrar en ellos, pues al piloto le quitarían la licencia si eso ocurriera y aún incurriría en sanciones más severas.
Se preguntaba mi hermano de qué viviría el piloto pues les convencía una y otra vez de la conveniencia de posponer el vuelo por uno u otro motivo, y así fue pasando el verano yendo y viniendo sin conseguir iniciar el ansiado viaje y lo peor de esos intentos fallidos era explicarse ante la gente que ya comenzaba a mirarlo con malicia pensando que era un cobarde, así que un domingo a principios del invierno se encaró con el piloto aerostático y le dijo que con térmicas o sin ellas no estaba dispuesto a prolongar la espera.
Supo entonces que el piloto no tenía prisa pues la propaganda de una bebida conocida que exhibía en el espacio le permitía vivir sin mayores preocupaciones y escoger el momento en el que sus clientes particulares estuvieran mentalmente preparados para poder disfrutar de una experiencia única cuando las condiciones fueran óptimas y los riesgos mínimos. El invierno era la mejor época, pues en un día sin viento se ven los paisajes absolutamente nítidos, sin las brumas veraniegas que desdibujan los contornos.
Por fin llegó el momento. Después de un ascenso majestuoso disfrutaron de un delicioso viaje tranquilo y relajante, sin movimientos bruscos, muy silencioso excepto al elevarse en que soltaba la llama para calentar el aire. No parecían estar a tanta altura ni percibían la velocidad a la que avanzaban y la sensación de flotar no se podía describir. Al aterrizar se pegaron un arrastrón de unos cien metros, pero habían aprendido a sujetarse y a colocar el cuerpo para aminorar el impacto. Fue tan divertido, al tomar también parte en todas las operaciones, que repitieron la experiencia varias veces y hasta se hicieron amigos del piloto aerostático y se tomaban una copa con él en las alturas aunque les molestara un poco mirar sin querer las enormes letras del reclamo publicitario que paseaban por los aires.