Acababa de tomar en San Sebastián el expreso Irún-Madrid para casarme. En el compartimiento vacío nos acomodamos una monja y yo. La había ayudado a subir su maleta a la rejilla y me dio las gracias. Se presentaba una noche tranquila que me permitiría descansar para deambular por Madrid, asistir a la boda de un cuñado mío, hermano de mi novia, y seguir un nuevo viaje. Pero al detenerse el tren en la primera estación de su recorrido, antes de haber cogido postura para dormir, entraron dos parejas de recién casados, despedidos por familiares y amigos vocingleros, y sus efusiones posteriores hicieron que la monja y yo saliéramos al pasillo donde ya pasamos gran parte de la noche. Era de mediana edad, delgada y de hermoso semblante, con manos delicadas y una voz suave y cadenciosa. Hablamos de muchas cosas, de los motivos del viaje, de nuestras vidas y de nuestros trabajos y aficiones. Y de la soledad. Yo aún no comprendía esta palabra y he necesitado toda una vida para entenderla. De madrugada la despedí en la estación de Ávila y nos estrechamos la mano afectuosamente deseándome mucha felicidad.
Visitaba en París El jardín de las Tullerías cuando entre la gente que iba y venía reparé en una señora mayor muy bien vestida, sentada en un banco, ante un letrero a sus pies que me desconcertó: “Deseo conversación”. Sentí no hablar el idioma con fluidez para haber podido entrar en una charla cortés e inteligente y poder colmar el sencillo deseo de aquella dama.