Rebajas

Llegaban de todas partes en sus coches lujosos y los más jóvenes en motos de gran cilindrada. Nunca había visto tan temprano una concentración de gente guapa y con estilo.

Cuando llegamos a la ocho y media era importante la cantidad de vehículos aparcados a ambos lados de la gran avenida y nos sorprendió aún más la larga cola que se fue formando y eso que los almacenes centrales de la conocida marca Loewe, dedicada a la venta de productos de gran calidad en todo el mundo, no abrían hasta las diez.

Se trataba de la venta especial del semestre a unos precios realmente atractivos y la convocatoria boca a boca entre la gente de clase, clientes sin duda, había conseguido concentrar en Getafe a tantas personas entre las que nos encontrábamos por casualidad, pues ni siquiera vivíamos en Madrid. Simplemente mi hermano y mi cuñada, en cuya casa estábamos invitados unos días, nos habían convencido para traernos a estas singulares rebajas, ya que no se parecían ni de lejos a todas a las que hubiéramos acudido o visto con anterioridad. También la técnica de la compra debía ser diferente ya que toda aquella gente iba provista de graciosas mochilas y grandes bolsos como si fueran de viaje o de excursión.

Calculamos que estaríamos entre los cien primeros de la cola por lo que podríamos optar al privilegio de elegir, pues en una primera tanda solían abrir las puertas a unas cien personas más o menos, para que la deseada compra no fuera un caos. Pasado un tiempo prudente iría saliendo ese personal, reordenarían y completarían los artículos expuestos y darían entrada a una segunda tanda de clientes, según la costumbre.

Comenzaron a llegar los responsables de la empresa que impondrían orden y controlarían las ventas. Eran varias señoras vistosas, de mediana edad, hablando por sus móviles, acercándose a las puertas, volviendo sobre sus pasos como si el responsable de las llaves se hubiera retrasado. Se las distinguía por la soltura con la que actuaban y porque sus coches habían accedido directamente a la zona de almacenes sin buscar sitio en la calle que, por otra parte, estaba imposible.

Otra característica que añadía emoción a tan larga espera de pie era ignorar lo que iban a ofrecernos ya que este extremo se mantenía siempre en un riguroso secreto. Podrían ser maletas o bolsos o zapatos o paraguas o ropa deportiva de la marca, que ofrecía los artículos retirados de sus cadenas de tiendas por sustitución por otros de más reciente fabricación. Y mientras aventurábamos qué objetos podían sernos de utilidad que no hubiéramos necesitado comprar salvo en esta ocasión, pues quién no compra a un buen precio un precioso juego de maletas, pongamos por caso, aunque viaje con otras aún presentables, o incluso una flamante gabardina aunque estemos en verano.

Comenzó a preocuparnos la idea de que no llevábamos ningún bolso grande y ni siquiera teníamos en el coche. Ese sería nuestro primer error ya que allí no nos darían ni una sola bolsa de esas que dicen “rebajas” o “venta especial” y lo que pudiéramos comprar lo tendríamos que llevar en la mano. Por eso, toda aquella gente iba tan bien preparada. Más tarde veríamos que estaban entrenados en otras muchas artes necesarias para salir airosos de estos trances.

A las diez en punto, ante la atenta mirada de dos vigilantes de seguridad, fuimos entrando ordenadamente, pero nada más pasar nos vimos materialmente arrollados por los que entraban detrás, sorprendidos aún por la veloz carrera que habían emprendido los que nos precedían hasta la zona en la que las prendas se exhibían. A la izquierda, en una larguísima fila de mesas, zapatos sobre sus cajas. Más al centro, mesas también que mostraban pañuelos, bufandas, corbatas, sombreros de fiesta y otros complementos. A la derecha, la zona más amplia, colgadores con blusas, faldas, vestidos, trajes, abrigos, gabardinas, etc., perfectamente clasificados. Y al fondo de la amplísima nave ocho o diez probadores juntos.

Este vistazo general que echamos para situarnos nos costó que el resto de la gente se hubiera colocado con ventaja frente a las prendas expuestas impidiéndonos acercarnos a ellas. Tardamos un poco en advertir que no había maletas esta vez, pero vimos boquiabiertos cómo toda aquella gente encantadora y risueña se apoderaba de todo lo que podía abarcar, despreciando las tallas. Luego lucharía por alcanzar los probadores para ver lo que le sentaba bien y dejar allí mismo todo lo demás. Algunas mujeres hacían cola sólo para recoger lo que se hubiera desechado, mientras que otras, más impacientes, desistiendo del intento por llegar a un probador, se desnudaban sin pudor en cualquier rincón entre los escasos colgadores que aún sostenían prendas, haciendo allí mismo su selección.

Nos quedó ya únicamente la esperanza de comprobar las prendas aún colgadas, que resultaron

ser muy pequeñas o demasiado grandes e ir acercándonos a los grupos que se despojaban de pañuelos de seda natural o corbatas estridentes, pues los zapatos eran ya de números extremos y además no había sillas donde calzárselos. Mientras, veíamos pasar a un joven apuesto cargado de pantalones o a un hombre que llevaba varios bolsos de piel en un cinturón o a una espléndida señora que, ajena a la concurrencia, se probaba ante un espejo un traje de noche repleto de abalorios.

Había transcurrido ya una hora y la gente se afanaba llenando sus mochilas y sus bolsos y haciendo cola de nuevo ante las cajas para ir abandonando el local. Nosotros también hicimos cola para pagar un par de pañuelos de seda y algunas corbatas. No eran muy de nuestro gusto, pero llevaban la etiqueta de la marca y en cualquier escaparate nos hubiera asustado su precio. Nos obsequiaron con una baraja con su logotipo y ya en la calle los del turno siguiente nos miraban con ansiedad y estupor al vernos salir con lo puesto mientras los demás buscaban sus coches para depositar en ellos sus abundantes compras.

Para Carlos y Tere.

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