Teníamos que trasladar de casa de mi suegra a la de mis cuñados María y Manolo una estatua de San José y el Niño, ambos de pie, con vara de nardo incluida, y el primero de más de un metro de estatura. Aunque nos parecía una imagen demasiado grande para albergarla en un piso la recordábamos allí, sobre la cómoda, en ese o en el anterior de la calle Real. Mi suegro la tenía en mucha estima desde que residiendo en La Marina durante la guerra uno de los bombardeos del “Jaime I” acertó en su casa, partiendo en dos la cómoda y ni siquiera rozó al San José.
No sé ni por qué me ofrecí a tomar parte en el traslado aportando mi modesto seiscientos. Sería porque estaba de vacaciones y los chicos, alborozados, me convencieron como intuyendo algún episodio jocoso. Me acompañaban, pues, Javier y sus hermanas y no sin dificultad conseguimos meter en el ascensor la preciosa carga. Como era verano el coche estaba donde lo pude aparcar y al salir del portal llevábamos entre todos al San José con el Niño. Algunas ancianas devotas, sorprendidas, comenzaron a acompañar a mi sobrino que, con voz alta y clara, inició el piadoso cántico de “Corazón santo”. Entre la vergüenza y los sudores por el peso de la imagen se me escurría esta y no veía el momento de llegar al coche, acompañados ya por las viejas beatas que iban formando un nutrido grupo procesional.
Trastornado por la inesperada situación conseguí, con la ayuda de mis risueños acompañantes, colocar al Santo en el asiento trasero, entre las niñas, mientras las pías y confundidas señoras se santiguaban y agitaban los brazos ante el arranque del seiscientos que derrapaba poniendo tierra de por medio.
Para Javier , Raquel y Cristina.