Piedras

Sabine Hellmer, la prestigiosa novelista alemana, salía del Hotel Cristina buscando el sol y la luz fulgurante del mediodía para acceder, cuesta arriba, por la calle Real hasta la Plaza Alta, donde ocuparía una mesa entoldada en una cafetería para llenar sus cuartillas, ante una o dos copas de “Tío Pepe” con sus tapas abundantes. Era ya una mujer más que madura, con un rostro arrugado y un atuendo discutible que la identificaba como extranjera.
Residía largas temporadas en el Hotel hasta que las lluvias otoñales la obligaban a volver a su casa junto al Rhin. Tenía un gesto displicente tras sus lentes diminutas que solía cambiar en una mueca que quería ser sonrisa cuando la atendían las camareras o los encargados, pero no era puntillosa ni se quejaba inútilmente. Salía un par de veces del Hotel, después de su desayuno continental y a media tarde para recorrer las callejuelas próximas al puerto y los bares estrechos, para poder observar con interés a la gente variopinta que en ellos se albergaba. Llevaba un bolso grande en bandolera que algún menguado inculto le arrebató con violencia y gracias a la intervención decisiva del director del Hotel ante la policía se abortó un conflicto serio con Alemania al devolverle casi inmediatamente su pasaporte y todas sus pertenencias menos el dinero. Pero ese altercado enojoso debió marcarla sin duda pues en días sucesivos reanudó sus salidas peligrosas con su bolso en bandolera, aunque en el Hotel se aseguraba que sólo lo llevaba lleno de piedras y se volvió a su país sin que hubieran vuelto a robárselo nunca más.

 

 

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