De pequeño, mi hermano José Luis también fue muy aficionado a la pirotecnia. En verano las puertas de las casas estaban abiertas de par en par y Chelís consiguió un petardo de esos que tienen palo, subió con él a casa de la María en el cuarto piso, accedió al balcón de la cocina y en uno de los tiestos colocado en un hierro circular lo hincó como pudo en la tierra y le prendió la mecha dándose a la fuga con vertiginosa rapidez. Salió disparado el temible artefacto y en plena ascensión hizo un extraño giro y se metió por la ventana de la escalera, siguiéndole una estela humeante y ruidosa.
El señor Braulio, dueño de la casa, ascendía tranquilo hacia el segundo piso cuando se encontró de bruces con la humareda chisporroteante y en un momento, pegado a la pared, cambió su aspecto venerable por una mueca acartonada, temeroso de que se hundiera su propiedad, cuando la inesperada amenaza hizo al fin explosión bajo sus pies con horroroso estampido que le dejó sordo y tembloroso, sin acertar a meter la llave en la cerradura.