En 1938, en el recientemente rebautizado El Ferrol del Caudillo, Manolín jugaba en la calle como otros muchos niños, a pesar de la guerra, y disfrutaba con los pistones detonadores en tiras de cartón que se raspaban sobre las paredes de piedra de las casas y producían un ruido endiablado. Pero la obsesión de todos eran los petardos cuya venta estaba prohibida por la alarma que provocaban y por el riesgo que entrañaba su manipulación.
Solía venir todos los días por aquel entonces un avión rojo a bombardear la ciudad y previamente sonaban las sirenas y hacían que todos los chavales se precipitaran a sus casas o a los más próximos refugios.
Pero aquel día Manolín descubrió un petardo sin estallar y lo guardó gozoso sin compartirlo con los demás y lo llevó a casa corriendo. (Aún no había aparecido el Polikarpov “Natasha” que hacía una incursión rápida, en el intento de sorprender a los antiaéreos de las fuerzas navales de la Base, soltar su carga mortífera y desaparecer en el cielo de Galicia). Muy excitado, le dijo a su madre que tenía hambre y ella se alegró y quiso prepararle una tortilla de patata y cuando se agachó para coger las patatas del saco él echó el petardo en la lumbre y su madre se volvió hacia la cocina, se oyeron las sirenas, explotó el petardo y ella se cayó al suelo de espaldas horrorizada por lo que creyó que les había alcanzado la bomba del avión. Cuando se rehízo del susto mortal y cayó en la cuenta del autor del atentado se quitó la zapatilla y persiguió implacablemente a Manolín dejándole durante años la marca del fabricante en las posaderas.