Aquel domingo nos reunimos con nuestros amigos y decidimos recorrer el Paseo Nuevo y contemplar el mar. Éramos unos cuantos con algunos niños. Hacia la mitad del recorrido pasamos por una zona en la que había una hermosa terraza y algunos insistieron en que nos sentáramos a tomar algo y así descansar un rato. Yo advertí que todas las mesas próximas al mar estaban ocupadas y únicamente había un par de ellas en el centro y además con unas sillas raras, como de medio huevo, que así a primera vista debían ser muy incómodas. No me sirvió de nada ya que todas las señoras, incluso la mía, decidieron lo contrario. Nos acomodamos como pudimos ante la mirada sonriente de quienes estaban a lo largo y sentados además en sillas normales.
Apareció solícito un camarero y ni qué decir tiene que todos pedimos cosas diferentes. Que si una cola, que si un rioja, que una cerveza o un zumo. Alguien pidió una leche ni fría ni caliente, sin espuma, y hasta hubo quien solicitó un café americano. Cuando el camarero regresó con todas las cosas mi hijo Moncho, incómodo como los demás, se apoyó en la mesa para conseguir un cambio de postura y salió todo por el aire. La mamá de Helena creyó que había sido su niña y le dio un azote que la hizo llorar desconsoladamente y devolver el desayuno, y se armó la marimorena ante el regocijo disimulado de las personas que ocupaban los lugares periféricos. Tan confuso me sentí que no recuerdo bien cómo acabó todo pero creo que pagamos y nos alejamos de allí con gesto hosco y algunos lamparones en las ropas.