Era una pena que no le gustaran los idiomas pues por lo demás destacaba en desparpajo y presencia y le encantaba la venta, por lo que siguió unos cursos de estrategia comercial en la academia de su barrio y los responsables de ésta se encargaron de buscarle su primer trabajo en unos grandes almacenes.
Cuando se enteró, después de una somera entrevista personal realizada por una supervisora, de que la destinarían al departamento de perfumería saltaba de júbilo. Lo normal era que hubiese seguido aún unas breves jornadas en la propia empresa para familiarizarse con los variadísimos productos, aprender sus nombres y proponer a las clientas dudosas las cremas nutritivas y rejuvenecedoras más apropiadas, pero coincidió con una venta especial previa a las vacaciones de verano del personal más veterano y hubo que pasar por alto otras formalidades.
No esperaba que la fatalidad hiciera que una señora con aspecto de extranjera se destacara de las numerosas compradoras y se dirigiera a ella diciéndole: “Monina, Eau d’été”. Tras unos segundos de perplejidad le contestó impasible: “¡Esperpento!”. Como si hubiera recibido una estocada, la señora en cuestión solicitó a voces la ayuda de un encargado. Lejos de haber reconsiderado su expresión ofensiva o haber pedido excusas por su torpeza aún le espetó: “¡Digo, la bruja!”. Requerida la jefa de la sección, la relevó de su puesto mientras hacía lo imposible por calmar la ira de la compradora que, descompuesto su semblante, parecía echar fuego por los ojos.
Cuando le explicaron que la clienta había solicitado un perfume cayó en una risa histérica mientras atropelladamente se despojaba de su bata y daba por terminada su relación laboral hasta haber conseguido un adecuado reciclaje.