Antes era más temida y más deseada la Reválida del Bachillerato. Más temida porque había que trasladarse fuera para el examen y por eso mismo más deseada, pues para todos suponía el primer viaje solos y para casi todos el primer viaje de su vida. Un viaje diferente, para hacer algo importante, para poder decir al regreso que al fin se había terminado el Bachillerato.
En nuestro caso teníamos que trasladarnos a Zaragoza, ciudad universitaria de la que dependía Logroño. El caso es que íbamos en el tren y yo charlaba animadamente con mi amigo Antonio Andrés Castellanos en una de las plataformas, supongo que fumando un cigarrillo, cuando un guardia civil joven nos dijo si podríamos echarle la maleta, pues era evidente que pretendía apearse en marcha. Asentimos joviales, sorprendidos de la expresión que había utilizado y cuando aún estábamos procesando este dato, ya aproximándonos a la estación de Casetas, en la que no se detenía el tren o al menos aquel tren, mientras trazaba un amplio círculo y disminuía la marcha, el guardia abrió la puerta del vagón y se deslizó suavemente al exterior mientras boquiabiertos y paralizados asistíamos a la maniobra. Reaccionamos inmediatamente a los gritos del guardia y con la mayor prudencia empujamos la maleta al exterior, temerosos de que el forzado desequilibrio nos hubiera también lanzado afuera. La maleta se encontró en su trayectoria con una de las columnas del tendido eléctrico y se abrió por completo al caer al suelo. La visión fugaz del guardia braceando amenazante mientras el tren se alejaba a gran velocidad nos persiguió durante mucho tiempo.
Años después comentamos que, conduciendo mi amigo y yo por sitios diferentes y aun en momentos distintos, al pasar por cualquier control de la Guardia Civil el corazón nos golpeaba el pecho al pensar absurdamente por un instante en que la persecución del guardia joven había logrado alcanzarnos.