Acababa de comprarme un hermoso “tres cuartos”, dotado de hombreras y cinturón, que me daba un aire de hombre de acción y me prometía un invierno preparado para afrontar cualquier inclemencia atmosférica. Pero ni mi mujer ni yo habíamos advertido en su color kaki relación alguna con una prenda militar, sin duda por las luces engañosas de la tienda.
Vivíamos en Plasencia y todos los días a media tarde bajábamos una cuesta para llegar a la plaza, animada de bares y comercios. Justo al terminar la misma y en el momento de torcer para desembocar en la parte llana nos tropezábamos con docenas de reclutas que volvían del paseo, cuesta arriba, en dirección a los cuarteles, y todos me iban saludando militarmente al cruzarse con nosotros. Yo les contestaba con un gesto cortés y mi mujer, que obviamente no había hecho la Mili, me recriminaba porque no lo hacía a la manera militar, correspondiendo a sus marciales saludos, y siempre tenía que decirle que no podía,
ya que no llevaba gorra.
Decidí al fin prescindir de las hombreras, y la prenda perdió su prestancia, aunque evitó así los saludos generalizados, que quedaron reducidos a quienes recién doblada la esquina se tropezaban conmigo, sin tener tiempo de poder analizar mi posible jerarquía.