Homenaje a mi padre
El 18 de julio de 1936 coincide con mi primer recuerdo de la infancia. Yo tenía cinco años e iba con mi padre a la playa cogido de la mano, pero nada más bajar la pasarela sobre la estación del tren y viendo ya El Espolón, que estaba lleno de militares formados, sentimos como un revuelo de gente que atropelladamente se volvían sobre sus pasos y nosotros también corrimos para volver a casa. Mucho más tarde supe “que había estallado el Movimiento”, esa absurda manera de llamar a la guerra civil que duraría tres años y que nos obligaría a comenzar las cartas con aquello de “Primer año triunfal”, “Segundo año triunfal” y luego “Año de la Victoria”. Y que durante todo ese tiempo Había que evitar el color rojo y yo no entendía por qué muchos militares llevaban sin embargo boinas de ese color.
Mi padre tenía un aparato de radio “Glorytone” con mueble de aspecto gótico. Antes tuvimos una radio-galena como todo el mundo, con sus auriculares, pero servía para una sola persona y era muy difícil de sintonizar. El nuevo aparato era, al parecer, único en el vecindario y por eso, en aquellos primeros momentos de confusión y escasez de noticias, algunos vecinos allegados escuchaban con ansiedad junto a nosotros cualquier información.
Mi recuerdo siguiente, inolvidable también, es de unos golpes apremiantes llamando a la puerta y mi padre dirigiéndose a abrir, conmigo cosido a sus pantalones. Era de noche y cinco personas le apuntaban con sus armas mientras el que estaba en el centro del grupo preguntaba por su nombre y él respondía con calma: “Servidor de ustedes. Pero no creo que para venir a mi casa haga falta ese alarde de pistolas”. A la izquierda, desde nuestra puerta del tercer piso, se veía el Corazón de Jesús en relieve que teníamos junto a la entrada y allí dirigió la mirada por un instante, entre desorientado e incrédulo, quien parecía mandar a los demás. Al mismo tiempo, recuerdo los llantos de mi madre y la repentina aparición en la puerta de Isidoro García, vecino de la calle y gran amigo de mi padre, que aquella noche nos acompañaba para oir el parte y que, sorprendido, increpó al jefe de aquellos pistoleros diciéndole: “¡Pero hombre! ¿No conoces a Jacinto? Pues Jacinto es como si fuera yo, y a mí ya me conoces. Si lo llevas a él llévame a mí también.” Los visitantes, imitando a su jefe, bajaron las armas y el que los mandaba se excusó y dio las buenas noches, retirándose todos en silencio.
Naturalmente, aparte del nombre de mi padre, no comprendí las palabras que se dijeron entonces, pero fue Isidoro quien primero me las repitió, cuando ya fui capaz de entenderlas, ponderándome la entereza y la calma con la que mi padre se había enfrentado a la situación.
Al día siguiente, según me enteré años después, Isidoro supo que los temibles visitantes no pensaban ni haber llevado a mi padre al Gobierno Civil, pues la gravedad de la denuncia que se había recibido exigía su inmediata depuración “por estar interceptando la emisora de Logroño”. La denunciante era una vecina que afirmaba que en nuestra casa se oía Radio Madrid.
Ya de chaval y aún de joven, yendo con mi padre por ahí, en muchas ocasiones nos cruzamos con el personaje, que era comerciante, y nos decíamos adiós. Yo le tenía cierto aprecio al haber sido él y no otro el protagonista de aquella noche triste. A la vecina la saludábamos habitualmente como si nada hubiera sucedido.
Hoy tengo en mi casa aquel Corazón de Jesús. Cuando fallecieron mis padres y nos repartimos los pequeños recuerdos mis hermanos no dudaron en que habría de tenerlo yo.
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