Asistían en Walldorf, Baden-Württemberg, a la Palmsonntag, la fiesta del Domingo de Ramos, en la iglesia de St. Peter.
Se pusieron en la parte izquierda de la iglesia tal como se mira al altar. Al fondo está el órgano. Estaban en la segunda o la tercera fila y entre ellos y el órgano estaba el Coro, para su sorpresa compuesto por personas muy mayores con muy buena voluntad pero algo faltos de fuerza a juzgar por sus parsimoniosos e indecisos movimientos. Había sin embargo un soplo de juventud al advertir a una madre y su hija negritas en medio del grupo. En fin, que empezó a sonar la música y salió por la puerta de la sacristía con gran boato la procesión de monaguillos y allá, al final, el Párroco. Iban veintidós o veintitrés, muchas chicas entre ellos, en un despliegue eclesiástico excepcional.
A todo esto, varios monaguillos portaban incensarios que iban moviendo a medida que avanzaban. La procesión, digna y solemne, hizo su recorrido hasta el altar. El sahumerio para ese momento ya era grande, pero al señor cura le pareció necesario bendecir con más incienso a los presentes así que fue a la derecha, al centro y luego vino hacia ellos y les sumergió en una nube bendita y bien oliente pero a escasos segundos se empezaron a escuchar las primeras toses y estornudos de los miembros del Coro que se atragantaban entre tanta humareda.
Dejaría el resto de lo que pasó, incluyendo cómo fue la interpretación de las primeras canciones, a la imaginación del lector mientras el órgano atronaba grandioso y dejaba mudos los hipos de los ancianos cantores, impidiendo que nuestros familiares disfrutaran maléficamente alborozados de la inaudita festividad.