Nos encantaba pasear por Gijón con nuestros nietos cuando no tenían colegio pues venían caminando a nuestro lado charlando animadamente. Laura, Elena y Carlos, los tres mayores, a nuestro alrededor tratando de captar nuestra atención, e Irene, la pequeña, mirando a todas partes en su sillita de la que solía apearse cuando llegábamos al parque o a una zona amplia en la que no hubiera coches.
Yo iba contestando a sus numerosas preguntas y al mismo tiempo les iba advirtiendo que tuvieran cuidado con esto o con lo otro, que se subieran a la acera, que mirasen adelante para que no se tropezaran con la gente y que no pisaran los jardines.Reconozco que demasiadas advertencias para un par de horas de paseo, como si ellos no fueran capaces de hacer por sí mismos todas aquellas cosas que yo les recomendaba con tanta insistencia. Pero es que como en su casa tenían césped y algunos árboles, apenas comprendían, sobre todo los pequeños, que debían evitar pisar las zonas verdes y trataba de explicarles mientras paseábamos que había dos razones.
La primera, porque el Ayuntamiento prohíbe que los niños pisen la hierba. Y la segunda, porque aunque también se prohíbe a los perros, éstos no entienden nada y sus dueños tampoco, con lo que resulta inevitable encontrarse con sorpresas desagradables que los animalitos dejan a su paso.
El caso es que terminado el paseo llegamos por fin a casa y yo subí un instante al baño de la planta de arriba porque el de abajo estaba ocupado y bajé nuevamente al porche por si querían ir a las pistas o nos quedaríamos en la casa, cuando oí la voz desaforada de mi hijo que clamaba: “¿Quién ha sido el idiota que ha pisado mierda y la ha esparcido por toda la escalera?”. Un silencio tenebroso se dejó sentir mientras los niños examinaban las suelas de sus zapatos, que inmediatamente se transformó en alegre alborozo tras comprobar que no habían sido ellos y ante la sospecha de que el oprobio y la vergüenza habría de caer inexorablemente sobre los abuelos. Mi mujer se miraba los zapatos con gesto de repugnancia y a distancia yo había hecho lo propio.
Llamé aparte a mi nieto Carlos y le dije en voz baja y en un tono confidencial que yo era el idiota que decía su papá y le dio un ataque de risa que le hizo tenderse en el suelo pataleando. Sus hermanas, sorprendidas, también se reían ahora con cierta conmiseración y mi mujer me miró con desprecio por haber sido tan descuidado y tan torpe, mientras junto a mi nuera y haciendo las dos de tripas corazón se disponía a repasar la escalera. Yo lavaba las suelas de mis zapatos en el grifo que hay junto al garaje mientras maldecía a los dueños de los perros y a mí que siempre miraba por donde pisaba sin haberlo advertido y evitado. Las niñas se reían nerviosas y mi hijo estaba confuso por la rotundidad con la que se había pronunciado momentos antes, mientras su mujer le repetía: “Te has pasado, Carlos. Te has pasado”.Cuando paseamos por ahí ya no tengo fuerza moral para reprender a mis nietos, que me recomiendan ahora que tenga cuidado y no pise la hierba.