Decidí, tras cambiar impresiones con mis hijos, encerrarme en casa cuando comenzó el confinamiento, consciente de que por tener ochenta y nueve años constituía la primera fila de las personas vulnerables . Liberé a mi empleada de hogar de su jornada reducida y externa para que ella también pudiera protegerse y confinarse en su casa y asumí así todos los trabajos del hogar con excepción de la plancha y las comidas, que me traería mi hija regularmente al descansillo de la escalera.
Comencé una endiablada lucha contra las innumerables obligaciones para mantener medianamente presentable la pulcritud de mi hogar. Contaba con potentes aliados como la lavadora o el lavaplatos y toda suerte de utensilios menores, fregasuelos y lejías. Desde que me licencié del Ejército del Aire en Getafe no había vuelto a hacer una cama y esta suponía para mí la operación más ingrata de las que llenarían en lo sucesivo mis trabajos domésticos. Exhausto, derrotado y confuso llegaba al atardecer viendo con estupor que el esforzado trabajo de colgar dos tendederos me haría descolgarlos dos días después.
Tengo diez nietos repartidos por el mundo y las modernas tecnologías me permiten estar en contacto permanente con todos ellos y utilizar con destreza aplicaciones y artilugios para verlos y cambiar impresiones con ellos.
He tenido la suerte de tener un piso normal para moverme en su interior sin salir de casa y una bicicleta estática poco apreciada antes del encierro pero ahora utilizada a diario y cada vez más tiempo. Aunque parezca mentira, he logrado desentumecer los músculos y agilizar los movimientos motores de mi estructura ya poco funcional.
Se alejan ya los dos primeros meses de mi encierro y al ir mejorando las condiciones del entorno, aún con las muchas precauciones recomendadas, ha vuelto mi cuidadora y yo he conseguido de nuevo mi afán de no hacer absolutamente nada. Mis nietos han ido llegando en los primeros vuelos permitidos y, como sigo estando en la primera fila de las personas más expuestas, me anuncian que vendrán a verme con las precauciones repetidas y lo irán haciendo escalonadamente.
Y me vienen a la memoria las palabras de Mr. Thomas, un jefe que tuve durante los meses que trabajé en SPAMA (Spain Air Materiel Area) en Madrid. Inglés de nacimiento y residente en los Estados Unidos, se casó con una americana y emprendió un largo viaje en barco para que sus hermanos y familiares, de cuyas costumbres se había olvidado, conocieran a su esposa. Cuando su familia los recibió en el puerto le pareció como si se hubieran visto el día anterior con un “¡Hola! ¿qué tal, cómo les va?”
Pues lo mismo acabaremos todos nosotros, enmascarillados, distantes, con un “¡Qué altos están estos niños! ¡cómo han crecido!”, sin un estremecimiento del corazón ni un nudo emocionado en la garganta.