Tenía complejo de hombre bajito y cualquiera sabe cómo lo había adquirido pues al nacer medía cincuenta y tres centímetros, que está dentro de la media. Tal vez influyera el que pasaba muchos ratos con un tío suyo, zapatero remendón, y se sentaba en una silla minúscula para escuchar sus historias. Pero pasado el tiempo ese complejo suyo se fue acentuando. En las fotos de la escuela se ponía en el fondo con los demás pero no se subía en el banco como ellos, resultando pequeño entre los de su misma estatura. Y luego en las fotos de familia se las ingeniaba para situarse entre sus hijos siempre a un nivel inferior. Utilizaba un silloncito para leer y en la mesa le ponían su sillita preferida. “Padre, póngase otro cojín, que no llega a la sopa”, solía comentar su hijo mayor, pero él prefería estar a la altura de sus nietos.
Se había casado con una mujer más alta que él, que no pudo convencerle para que un psicólogo tratara su complejo y su trabajo de relojero no hizo sino afianzar su natural tendencia a las cosas diminutas.
Cuando sus amigos y vecinos estrenaban coches grandes y todoterrenos él adquirió uno de esos que no necesitan permiso de conducir y ya nunca se le veía paseando sino desplazándose en su vehículo, hasta que un día lluvioso su coche fue aplastado por un camión sin frenos.
“¡Cómo ha estirado padre!”, comentaban sus hijos en el tanatorio. Y le encargaron una esquela pequeñita como pensaron que hubiera sido su deseo.