Tras la larga estancia en el hospital acompañando a mi mujer, mis hijas me reprochaban que me tomara siempre el café en la cafetería (1.10€), en lugar de extraerlo de la máquina (0.35€), como hacía todo el mundo.
Tuve que darles la razón y, por fin un día, puse la módica cantidad en la ranura, elegí el contenido y me quedé perplejo de la variedad de cafés que podría degustar. Nunca me había parado ante un mecanismo tan complejo para dar gusto a tanta gente. Indicaba hasta la cantidad de azúcar… Cuando la pantallita me informó de que el café estaba ya servido metí la mano izquierda, porque la posición del vaso de plástico de color marrón estaba junto a la pared izquierda, para evitar una peligrosa contorsión. Metí, pues, la mano y tuve que aplicar un ligero forcejeo porque el vaso no aparece suelto en la base de la máquina. Derramé parte del café y me quemé un poco. Pero al intentar mantenerlo en la mano no podía aguantar el calor. Y es que yo soporto bien el calor en la boca, sin duda por las numerosas veces que me he quemado con la sopa, pero no lo resisto en las yemas de los dedos. Al tratar de probarlo, con lo que me quemaba el vaso y se me deformaba por no ser de un material más rígido, no pude evitar mancharme la camisa. Tuve que meter los dedos en el café para tratar de extraer la piececita plana, también de plástico, que hace de cucharilla y el primer trago fue amargo como la hiel por no haber revuelto adecuadamente el contenido y cuando lo hice, como ya había ingerido la mitad del café, el resto resultó demasiado dulce.
He hecho todo lo posible por dar gusto a mis hijas pero mi próximo café será de 1.10€, con su taza y su platillo, con la bolsita de azúcar que abro con parsimonia y además leo cosas curiosas sobre el origen del café y me apoyo en un taburete y ojeo la prensa y me tomo un descanso para empezar el día con energía.
Para la Profesora Dª. Mª. José Trimallez.