Hace no mucho tiempo oí en la radio que el PSOE había presentado una propuesta de ley que obligara a implantar el ajedrez en los colegios, institutos y universidades, para elevar el nivel intelectual de los españoles, tan menguados en los sondeos de la Unión Europea. El iluminado legislador extendía su uso en hospitales, residencias de mayores, en los jardines y en los parques para que se generalizara el estudio y la práctica de este juego prodigioso. Y que, por supuesto, se dotara de medios a todos los centros y lugares de ocio para que dispusieran de tableros, piezas y mobiliario adecuado para su práctica. Que se introdujera sí en las aulas, en las salas de estudio, en el silencio de las bibliotecas, como medio para lograr en poco tiempo una ciudadanía culta y supongo que también como germen para desterrar la cultura del botellón.
Creo recordar que en la época más furibundamente comunista de la URSS jugaba al ajedrez hasta el gato. Y me acuerdo también de haber sido el único de entre mis lejanos compañeros de estudios que me negué a aprender a jugar a tan noble diversión. Cuando terminamos el bachillerato acudía los domingos, después de comer, a un céntrico café para reunirme con mis amigos a las tres de la tarde y a las diez de la noche me volvía a casa, desesperado por no haber sido capaz de que dejaran el juego.
Si se hubiera aprobado esa ley habríamos visto por doquier a silenciosos jugadores que habrían acabado con la locuacidad tan española, con la chispa del diálogo inteligente y hasta con el bullicio callejero. Celebro que la propuesta no se tuviera en cuenta y que las autoridades competentes, aunque fueran socialistas, nos permitan usar el tiempo libre como nos dé la gana y no logren transformarnos en sesudos y sumisos votantes.